martes, 16 de junio de 2009

A TITO
Federico Fayerman
17 de diciembre de 2006

Mi amigo Tito acaba de morir.
La última vez que le vi apenas se tenía en pie y su aliento podía inflamarse con una cerilla.
Tenía una Galería de Arte en la calle Dr. Castelo, y allí solíamos ir sus antiguos compañeros del colegio, a pasar un rato divertido con sus chistes y ocurrencias, aunque últimamente a Rosa, su mujer, que era quien realmente llevaba el negocio no le gustaba que fuéramos, ya que Tito aprovechaba cualquier ocasión para darse un homenaje en el bar de enfrente, pretextando acompañarnos a nosotros.
Pero no siempre fue así, yo le conocí cuando él tenía 9 años y yo 11 y hasta que abandoné el colegio fuimos inseparables, tanto en clase como en la calle.
Titi, que también le llamábamos así era menudo, rubio, con el pelo revuelto, orejas de soplillo, labios gruesos y siempre lucía un aire informal.
En las fotos del colegio siempre le colocaban en la primera fila para que no le tapáramos. Sus piernas delgadas y blancas sobresalían de los pantalones cortos que usábamos en aquel tiempo.
Era un golfillo. Frecuentaba los billares de la calle Menorca y se pasaba las horas jugando al futbolín a costa de los incautos que aceptaban jugar a pierde-paga.

Fue posiblemente uno de los pocos chicos que hizo novillos en nuestro colegio y fue capaz de escaparse de clase sin que le sorprendieran. No le gustaba estudiar y no estaba pendiente de ligar con las chicas a la salida de clase, cuando inundábamos la calle marqués de la Ensenada buscando la boca del metro o la parada del autobús. Prefería irse a los billares y hacer todo lo que no nos estaba permitido hacer a esa edad.
Le gustaba mucho jugar al futbol y en la plaza de París pasábamos el tiempo corriendo detrás de una pelota de tenis, regateando a las farolas y marcando goles en un portalón cerrado del Palacio de Justicia.
Tenía un hermano mayor y entre los dos le birlaban al padre dinero de la cartera, cuando se quedaba dormido después de comer, dinero que se convertía inmediatamente en tabaco y en comprar algún ejemplar de Paris-Hollywood, una revista erótica francesa a un hombre que vendía libros viejos y revistas en un carro de mano con doble fondo, en la calle Narváez.
En una ocasión me contó que ayudándose de esas revistas competía con su hermano para ver quien, desde la cama, boca arriba eyaculaba más alto.
Llevaba dos días sin fumar porque el médico se lo había prohibido por enésima vez y aunque él nunca le hacía caso, esta vez estaba intentándolo, sobre todo por Rosa.
Atravesando la Glorieta de la Iglesia, en Chamberí, camino de su refugio de Rascafría, su corazón se paró de golpe y a la vez también un poco el corazón de todos los que le conocíamos y le queríamos, seguramente por sus defectos, por su rebeldía, pero sobre todo por su increíble humanidad.

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